La memoria es una guarida

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Se perdió en el tiempo cuando murió su Paloma.

Resulta que Miranda demostró que la demencia senil es una condición de la gente que huye dentro de su memoria hacia distintos lugares del pasado, con tal de nunca encarar el presente.

Cuando era muy pequeña quedó huérfana, y antes de sentir la inmensidad del abandono, conoció a una mujer que le llevaba 15 años. Paloma, se convirtió en compañera y  con el tiempo, en pareja de Miranda. Su relación fue un eje, o quizás una estructura sólida en la que Miranda cimentó la razón de su propia existencia. El amor es una cálida guarida.

Acató sin conflictos el hecho de cuidar y aún más, de convertirse en madre de los hijos que Paloma había tenido en un matrimonio anterior. Pasaron los años, vivieron su vida juntas y con el tiempo la pareja envejeció hasta que la piel se les aglomeró a cada una en pliegues que dibujaban fractales en forma de rombos; planeaban morir juntas, pero por más que Paloma intentó esperarla tuvo que partir antes, una tarde entre semana a los 80 años; sus últimas palabras para no volver a despertar fueron: “Trátenmela como a un tesoro”.

Dicen que Miranda cayó en shock. Que no habló por 3 días y que no pegó los ojos ni para parpadear. Después de eso se levantó una mañana como si nada hubiese pasado; retomó su rutina y se dispuso a cocinar mientras sacaba las sartenes de las repisas.
–Mamá ¿estás bien?
–Sí, Karla. ¿Ya te pusiste el uniforme?
–Mamá, hace como 40 años que no uso uniforme
–Karla, ponte el uniforme y dile a Paloma que ya venga, que le toca hacer el jugo de toronja

Karla no quiso despertar a Miranda ni sacudirla de su letargo imaginario. Pensó que al menos había salido de la crisis y que hablaba, y que se movía y que se veía ocupada con ganas de seguir y no quedarse más en pausa.

Los días continuaron hasta acumularse en meses. Miranda no regresó por  algunos años al presente y la vida que comenzó a vivir transcurría en momentos aleatorios, dentro de la línea del tiempo que iba del día que había conocido a Paloma, al último segundo que habían pasado juntas; no antes ni después.

Habitar sus recueros fue una defensa para evitar el dolor. Su memoria se convirtió entonces en un refugio permanente y viendo siempre hacia atrás, pudo proyectar las imágenes del pasado en un supuesto presente.

Los hijos adoptivos de Miranda la visitaban constantemente y para ella interpretaban a veces a sus hermanos cuando eran jóvenes, otras, a sus amigos de la juventud, a sus primas y luego otra vez a sus hijos; adolescentes, niños o adultos. Con su presencia escenificaban la historia de su vida. Dentro de este relato ficticio, Paloma siempre estaba arriba en el cuarto o apunto de llegar a la casa; ausente pero siempre viva.

Fue sólo antes del momento de morir, que Miranda despertó inmediatamente del sueño autoinducido, como si fuera una emergencia regresar al presente y tomar el tren de su partida. Antes de emprender el viaje miró al vacío y por primera vez aceptó que Paloma había muerto algunos años atrás: –Querida, voy contigo –la escucharon decir sus hijos, en el idioma de los últimos suspiros.

Hoy en día sabemos que Miranda no enloqueció, sino que se sostuvo primero de Paloma y luego en el tejido de sus recuerdos, para no sentir nunca el terrible vértigo de las ausencias.

Una historia sobre cicatrices espontáneas

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Las cicatrices espontáneas que brotan en el rostro son un caso sumamente interesante que se ha estudiado desde diferentes perspectivas; la metafísica, la ciencia y hasta las humanidades han intentado aportar alguna hipótesis que logre descifrar el enigma de su aparición, pero bien sabemos que cualquiera de sus explicaciones deja lagunas que poco satisfacen nuestra sed de llegar a la verdad.

A mi la curiosidad me invadió un tiempo, pero concluyó cuando conocí a un tipo que tenía una cicatriz tan grande, que pudo haber terminado por dividirle todo el rostro.

Bernardo vivía en una casa habitada por fantasmas. Las paredes estaban cubiertas por retratos de los familiares ya desaparecidos y las alcobas seguían siendo el taller, el tocador, el cuarto de revelado, o la sala de fiestas de estas personas, cercanas a él, a las que la muerte no les había permitido continuar con sus días. Vivía pues en una casa abandonada por sus parientes muertos, que se había quedado estática en el tiempo. Parecía que el recinto quería evitar el doloroso duelo de las pérdidas y el abandono; cada rincón esperaba el regreso de la gente con la misma paciencia de una montaña.

Bernardo era otra especie de casa, o más bien, otra estancia de la casa, o más bien era la estancia de la casa en donde habitaban los muertos. Los guardaba en su memoria porque se había convertido en cómplice del recinto y de sus aprehensiones. Traía vida a las alcobas con toda la fuerza de sus recuerdos; él había tomado la misión de repoblar la morada.

Las cicatrices espontáneas surgen después de una noche de terribles pesadillas –eso, los curiosos del tema, ya lo hemos leído hasta el cansancio–, pero ¿qué soñaba Bernardo todas las noches para que su cicatriz se hiciera cada vez más profunda y se alargara conquistando poco a poco el territorio que iba de la punta del pómulo hasta la comisura de los labios?.

La vez que lo entrevisté para mi estudio llovía a cántaros, nos vimos en una calle de la Colonia Juárez bajo un puesto de periódicos. Cuando me encontré con su rostro, descubrí que de su cicatriz viajaba un riachuelo formado por la lluvia, y que al final de su recorrido le llenaba la boca de agua.

–Sí, yo soy Bernardo –me contestó mientras escupía como una regadera.

Bernardo me habría tomado como terapeuta, porque durante las 3 horas que pasamos en el café no paró de narrar las pesadillas más terribles que alguien podía haber soñado. Muchas de ellas tenían poco sentido, eran inacabadas, confusas, claustrofóbicas y erráticas. Tener tantos muertos como huéspedes en la cabeza, estaba por llevarlo a la locura.

En la noche, mientras dormía, sus tíos, su padre y sus abuelos despertaban y se convertían en las voces que invadían sus sueños. Narraban y sollozaban sus historias inconclusas, su necesidad de regresar a la vida y los abrazos que tuvieron que dejar pendientes para siempre.

La cicatriz cada mañana se hacía más grande.

Me dijo que algunas veces pensaba que una parte de su cerebro quería deshacerse de la otra parte que soñaba (¿es la parte derecha la que sueña?), para poder vivir tranquila. Dividirse totalmente y dejar a la mitad soñante detrás, tendida eternamente sobre las cobijas de su cama.

Cuando terminó su historia fuimos a su casa. Cada vez que me besaba sentía que quería devorarme la cara con la lengua. Hacer el amor con alguien atormentado trae ventajas eróticas de intensidades inimaginables.

No me quedé a dormir con él, tenía miedo de presenciar el momento de sus pesadillas.

Bernardo era un tipo tan comprometido con su pesares, que pocas ganas me quedaron de volver a encontrarme con su mirada. Él tampoco volvió a llamarme.

Perdí el interés pronto por el tema y comencé a interesarme por las personas que tienen una misteriosa fobia por cualquier clase de sonidos.

De haberme enamorado de Bernardo, hubiera tirado una bomba en su casa vieja, para obligar a los fantasmas a huir en el incendio y deshabitar el cuarto de su aprehensivo anfitrión. Lo hubiera llevado de viaje y le hubiera dicho que las maletas sólo las porta quien insiste en vivir cargando. Quizás su cicatriz no se hubiera borrado, pero probablemente ya no hubiera crecido más. Yo me habría divertido succionando el agua que caía desde sus pómulos hasta la comisura de sus labios.

Ahora mis nuevos estudios me parecen más interesantes que los de las cicatrices. Hace una semanas me enteré de un tipo que no puede dormir porque le molesta el sonido de su propia respiración durante la madrugada.

La verdad sobre las grietas en casa de mi abuela

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–Señora, ¿le pongo sus gotas para los ojos?

Rita y Ernestina son 2 viejas que viven juntas desde que todos los demás murieron, o se marcharon.

Las grietas de su casa se extienden por todas las paredes. Una analogía de sus rostros, o tal vez, la consecuencia natural de tanta vida dentro.

–Rita, estas no son gotas para los ojos, pendeja, es el Microdyn. Me vas a dejar ciega

Han vivido sus años juntas en común acuerdo, bajo el contrato implícito y voluntario de estar unidas hasta el final de sus días. Se cuidan tanto, que a veces no sé si en vez de 2, son sólo una.

Rita desayuna café con leche y un pan de dulce –casi siempre una oreja de esas plagadas de azúcar–. Nació en un rancho que ya no existe y que se le rebeló al progreso bajo una hermosa involución. Cuando me llevó a conocerlo ya se había convertido de nuevo en una verde pradera con un ojo de agua en el centro, alrededor, sólo algunas casitas de madera. Rita se veía hermosa ese día, con los ojos brillantes, viendo hacia cada hemisferio y hacia su propia infancia, mientras el viento jugueteaba con sus risos blancos y con la bufanda que le acariciaba la piel.

Mi abuela, Ernestina, nació en Veracruz. Ella desayuna avena y lo que sea con chocolate. Le dice groserías únicamente a la gente que más quiere.

No siempre platican, hay días que se sientan al sillón y escuchan la radio, o no escuchan nada, sólo se acompañan. Cuando hablan, la mayoría de las veces se cuentan historias que ya se saben, pero que reviven con el sólo hecho de mencionarlas:

–Ay, se acuerda de cuando Miriam se cayó del banco y se rompió el diente

–Nos acusó con su mamá, quesque no la cuidamos bien. Escuincla, si se fue corriendo, ¿quién la iba a alcanzar?

De todos los personajes de mi vida, Rita es  la mejor contadora de historias que he conocido; capaz de dibujar con palabras lo que dice, o abrir un portal alterno mientras narra una serie de sucesos. Alguna vez me contó de una bruja que visitó el rancho: sólo se alimentaba de leche materna, y se disfrazaba de serpiente para ir y mamar de los pechos de las recién paridas. Mordía a las madres en las muñecas sin que sintieran sus colmillos, para enterrarles en las venas un veneno somnífero que las dejaba soñando mientras tomaba de su leche. Yo vi a la serpiente que apareció justo en la pared detrás de Rita; trazaba con su cola el dibujo del cuarto que invadía, mientras causaba ligeros estragos en la pared. La figura se completó cuando al fin descansó en el pezón moreno que succionaba, su victima dormía, era una mujer tirada en una silla.

–Ya vente a comer, Rita, que se te va a enfriar

–Ya voy, le fui a dar de comer al perico. Lo metí a su jaula un ratito, ya ve que lo molesta mucho el gato

–Rita, no te vayas al mercado, hace mucho frío, quédate

–Voy por el pollo, si no mañana no me va a dar tiempo

–Rita, ya van a empezar las noticias, le voy a subir para que oigas

–Rita, ¿te vas a ir al rancho? Yo quiero ir contigo, se me antoja tomar el sol cerca del ojo de agua

–No tengo ganas de ir esta vez, me siento muy cansada

–Nos quedamos, pues

–Rita, si no vas a ir a que te radien hoy, si ya no quieres más, le tienes que avisar al médico

–Estoy muy mareada, me voy a acostar

–Rita, mira que débil andas, vamos a contratar a una enfermera para que nos ayude aunque no quieras

–Rita, no encontré tu medicina, ahorita te la traen, duerme un poquito más…

–¿Bueno? Carmela, necesitamos de alguien que cuide a Rita, está destrozada por la quimioterapia, solas ya no podemos, carajo.

Hoy he venido a verlas, como siempre les traje pan de por acá; aunque la enfermera se coma la mayoría, siempre procuro que les deje el chocolatín y la oreja. En el camino en bici hasta la Colonia Estrella, lo he meditado bien, y pese a que no quiero que nadie se vaya, me queda claro que las partidas en cierto momento, son necesarias.

Después de que mi abuela se duerma, le voy a pedir a Rita que me cuente su recuerdo favorito, quizás sea cerca de la pradera verde  y el viento acariciando sus rizos de cuando era niña, o quizás tan sólo sea una tarde en el sillón, con mi abuela, en una tranquilidad que hoy en día ya casi nadie conoce. Elegirá el mejor de todos, de eso, estoy convencida.

Cuando termine de narrarlo, le voy a pedir que voltee para que mire el recuerdo que con su voz, ha trazado en la pared. Y entonces dejaré que ella decida; espero que se anime, se ponga de pie, y se vaya a vivir en él.

Yo la extrañaré con ese dolor de tristeza infinita que luego ataca la garganta. Quizás cuando cuente sobre su existencia, logre dar pistas, una sugerencia, o alguna luz que pinte un poco en el aire, mi recuerdo de una mujer maravillosa: si lo hago bien, podrán verla narrando el mundo hasta dejar grietas en la pared.

Estaciono mi bici y toco la puerta. Mientras la enfermera recorre el jardín para abrirme, recuerdo cuando se hizo la grieta en la pared de la cocina, Rita me relataba el sueño de las jirafas que le avisaron de la muerte de su madre. Sus cuellos gigantes causaron estragos similares a los de un terremoto.

El ermitaño que vivía dentro

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El término Hikikimori es japonés, y se refiere a las personas apartadas que han decidido abandonar radicalmente la vida social. Viven encerrados en casas o habitaciones, duermen de día y por la noche se obsesionan con videojuegos. Son parásitos –según el ideal hiperproductivo occidental–, o románticos de la pijama.

Bien, pues ayer soñé con uno.

Andaba en mi bici un tanto apurada. Cargaba 2 bolsas de plástico del supermercado sin ninguna razón funcional aparente, (aunque ahora que lo pienso, debían estar a los costados con el objetivo de aprovechar la velocidad, convertirse en bolsas de aire y levantar la bicicleta en vuelo cuando fuera necesario). Tenía mucha prisa, la misma prisa que tengo en mis sueños cuando paseo por la colonia Roma de noche (despierta, disfruto de las caminatas nocturnas, pero dormida, suelo tener la sensación de que alguien me persigue desde los espacios vacíos de Tonalá o de Jalapa). Derrapaba las llantas y pedaleaba a una velocidad envidiable, hasta que me fue imposible avanzar más. Pasando unas ramas imposibles –que colgaban desde el cielo e interrumpían intempestivamente el camino–, me encontré con la entrada de una enorme casa victoriana, tan vieja como las primeras memorias de alguien que ha vivido 150 años. El boscoso pasadizo me mostró la puerta entre terregales y plantas, hasta donde patiné involuntariamente, impulsada por un viento tenaz que dirigía mis pies a pasos forzados. Ya mientras avanzaba, comenzaba a percatarme de que ese lugar, en realidad, era una metáfora de la estructura de mi propia mente… –No voy a explorar cada cuarto, ¿por qué habría que afrontar tantos recovecos y memorias empolvadas? –pensaba soñando.

El viento se detuvo en la cocina, para presentarme con una familia de mujeres que calentaba tortillas y comía sopa de fideos. Su mirada no era de bienvenida, más bien me interrogaban molestas, con el lenguaje de los ojos, la razón de mi visita. En seguida me di cuenta: no querían que lo viera e él, y menos que importunara su eterno silencio, que mas que voluntario, parecía impuesto.

Ni siquiera tuve que buscarlo, se asomó inmediatamente por el pasillo con curiosidad pero con miedo. Llevaba unas pantuflas blancas de algodón sumamente pulcras, pantalones negros holgados, un especie de saco cómodo y una camisa blanca –vestuario que, en conjunto, recordaba a un traje sastre, pero para alcoba–, con su outfit hacía evidente que su enclaustramiento debía ser tomado con seriedad: era un oficio del ocio, no un desperdicio del alma.

Me miró y lo miré. La verdad es que de primer momento me dio miedo encontrarme con el sujeto más escondido de mi edificio interno; probablemente no era conveniente enterarme de los secretos que de mi interior guardaba, por algo debía permanecer tan escondido. O quizás no había nada grave, o nada más grave que tan sólo la idea de que un secreto debe ser temible por el simple hecho de estar oculto. Un monstruo que jamás ha sido visto, siempre se agrandará gracias a nutridas imaginaciones.

Corrí primero por inercia, siguiendo el viento, que como oleaje, me podría llevar ahora hacia afuera. Luego me detuve, pensé que quizás el Hikikimori no tenía porque ser tan peligroso como todo el mundo se lo adjudicaba. Y no me equivoqué, fue tan cierto que al momento de voltear, mi teoría se comprobaba bajo sus pasos serenos, que me seguían relajados, como la fiera cansada que al fin ha encontrado a su dueña.

Salimos tranquilos del pasadizo, de las ramas, de la temible Roma nocturna, y del sueño.

Ahora está aquí a mi lado mientras escribo su historia. Le saca punta a algunos lápices y arregla hojas que algún día portarán letras a manera de enunciados. Me ha confesado que el secreto era su propio miedo, y me pide seguir aquí, en este otro lado. Su presencia ya no me aterra, más bien me tranquiliza. El miedo se diluye cada vez que lo veo de cerca.

Luego por eso creo que la superación personal es un fiasco, impide conocer a los pobladores tristes de las casas viejas.

Las bondades del durazno y otras cosas resbalosas

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Yo me vengo por el clítoris.

Mis orgasmos se logran casi con cualquier objeto liso, semi-húmedo que pueda tallármelo suavemente; pueden ser mis dedos, los tuyos, los suyos, una cereza, la parte de adentro de un durazno (el húmedo sumo amarillo), o el cálido terciopelo de su cáscara; una lengua lo suficientemente hábil que logre dar círculos certeros, la orilla esponjosa de un cálido sofá, un pandita de goma previamente lamido, un hielo, un sutil chupetón, una uva mordida, el asiento que vibra del pesero, o el torrente de agua que sale por los tubos conductores de las albercas.

Cuando me vengo, se trata de un orgasmo cinestésico que puede relatarse según ciertas figuras, colores y distintas temperaturas. Comienza por una sensación de calor que me quema la primera capa del glande (muy parecido a cuando una se come un chile y le queda un poco resentido cierto cuadrante del labio). Pocos segundos después, esa sensación de leve quemazón se diluye en un golpe de frescura, como si esa zona hipererógena se hubiese sumergido en menta y estuviera en vías de congelarse –pero sólo es otro breve momento de inestabilidad climática–, porque mientras baja la temperatura, sube la frecuencia cardiaca, y en vez de frío, empiezo a sentir el recorrido energético de mi sangre que transita en un fresco espiral desde la periferia del vientre, hasta el centro de mi clítoris; pero no sólo viaja la sangre, sino que también mis músculos comienzan a contraerse: es la implosión de todo lo que vive debajo de mi piel.

Después, desaparezco. Por breves milésimas de segundo creo que dejo de existir. Al menos, es un momento en el que no hay sonido ni presencia, probablemente viajo hacia algún lugar que no recuerdo en lo absoluto, o quizás me suspendo entre la nada. Dejo de ser, para, tal vez, ser parte de TODO durante un destello de tiempo.

Desconozco cuánto sea que esté en el limbo, pero en algún momento vuelvo, y creo que mi regreso debe ser parecido a cuando uno sale del agua después de aguantar mucho tiempo la respiración: sale con los pulmones abiertos, listos para llenarse del aire que han perdido. Bueno, pues yo me lleno de nuevo, pero de pura energía, la misma que viajó hacia el centro y que ahora, de manera expansiva, comienza a repoblar sus territorios. A veces siento que es el big bang del cuerpo regresando a ser cuerpo, una evidencia de que nuestra vida sucede, gracias a este transporte confeccionado por piel y huesos.

Afortunada, o lamentablemente (depende de su ánimo o tipo de corriente existencial), yo nunca regreso igual, principalmente porque me he olvidado de todo un poco, inclusive de mi. Después de aquel viaje místico hacia el final de las cosas, una regresa sabiendo menos, pero con un poco más de calma. Es una probadita de magia, de muerte, o de toda la vida, experimentada gracias a la osadía de tallarse el clítoris, suavemente, con un alguna fruta que se nos apareció en el mercado.

Masturbarse cuenta como psicotrópico.

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Un ligero brote

Jon Rafman es un artista multimedia, que rescata imágenes captadas por el ojo del camioncito de Google Maps y las expone en su proyecto de 9eyes.com. La mayoría son escenas violentas e inquietantes que ocurren en distintos rincones del mundo. Ésta me pareció particularmente interesante, tanto que decidí escribirle una historia:

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Me encontraba un poco cansada de ser invisible, así que decidí irme de casa.

Para generar en mi familia un sentido de pérdida, me pareció buena idea disfrazarme de cuando sí me ponían atención. Tomé mis maletas vacías, me puse un vestido que evocara ternura e infancia, peiné mi cabello como mi abuela lo hacía a mis 5 años, y ya peinada, emprendí mi partida.

Mi abuela me peinaba de la siguiente manera: yo de pie en la sillita roja, ella agachándose un poco para dividir mi cabello en 2 cuadrantes , llenarlo de limón como adhesivo natural y aplacar los pelos más rebeldes; atarlo en 2 perfectas colitas y dejarme salir a jugar. Todo para que instantes después, yo me deshiciera de cada liga, por cómo sentía que me restiraban la piel hasta enchinarme los ojos. Era una micro-liberación cotidiana.

Nadie en la casa se importunó por mi partida, sonrieron entre ellos y continuaron tomando té con galletas rústicas. La típica sobremesa eterna del mantel blanco, los padres sonrientes, el hermano al que sí escuchan y el perrito de 3 colores al ras de los pies de alguien.

Del limón en el peinado, me quedó una semilla que se enterró en las raíces de mi cabello de, ahora, una adolescente de 11 años (sí, ya, adolescente); yo sola no me peinaba igual de bien que como lo hacía mi abuela. Caminé unos metros para alejarme de mi casa, los suficientes para darme cuenta que no quería caminar mucho más, así que decidí conformarme con llegar a la carretera, y justo en medio del camino, encima de las rayas blancas de continuidad, solté mis maletas y tomé asiento. Era un áspero primer encuentro con el pavimento.

La verdad es que no pasó gran cosa hasta que llegó el mediodía: las 12 de la tarde arribaron con un calor caustico que derretía el asfalto como si fuera chapopote. Yo traía un vestido chiquitito que no me protegía ni los muslos ni las nalgas. Debí haberlo pensado antes, porque para los 3 minutos bajo el sol, ya comenzaba a entremezclarse mi piel con la superficie de la carretera, tanto que sentí perfectamente cómo me enraizaba en el camino: mi trasero y mis piernas quedaron enterradas, y mi torso, como tallo, seguía alimentándose del sol. Pasaron las horas, y los coches. Aún nadie me veía, pero al menos yo gozaba solitaria de uno de los mejores baños de luz de toda mi vida. Transcurrió la mañana, pasó la tarde y llegó el ocaso. Ya para la noche, aburrida, decidí dejar que me envolviera el sueño bajo un viaje onírico, embellecido por los destellos móviles de los faros de los camiones de carga. Era mi primera noche durmiendo en medio del camino.

De pronto, un crujido impertinente nació desde algún lugar en mi cabeza; fue tan molesto que me obligó a separar los párpados. Otro crujido más me despertó por completo. Comencé a buscar el origen de tanto ruido, aunque lo apretado de mi peinado no me dejaba sentir el interior del mundo capilar, así que deshice mis colitas y comencé a auscultarme con mayor precisión. Las yemas de mis dedos aprovecharon para acariciar mi coronilla en suaves círculos (sólo quien se ha desbaratado un peinado apretado después de todo un día de ataduras, conoce lo extasiante de la sensación que trato de explicar). Fue entonces – entre una dosis de autoerotismo craneal, y una búsqueda a ciegas–, que palpé el origen de tanto barullo: la semilla del limón se había quebrado, y de mi cabello comenzaba a percibirse el nacimiento de una pequeña hoja, verde (creo), a la que apenas se le dibujaban los primeros milímetros de las típicas líneas en fractales. Pensé inmediatamente en quitármela… ¡no podía abandonarme así!, una niña tan decente y pulcra, ahora ¿convertida en albergue de vegetaciones espontáneas? Jamás. Tomé valor y utilicé las antes amables yemas de mis dedos, ahora como pinzas decididas y certeras, no podía experimentar ningún tipo de compasión ante mi joven invasora. Pese a mi decisión, no tiré con toda la fuerza de mis jóvenes manos, la verdad es que lo hice de manera tímida y sutil, como si tan sólo se tratara de un simulacro. En realidad, tenía un poco de miedo de erradicar la planta por completo, un miedo que se acentuó cuando sentí un dolor agudo y estridente que me atacó por todo el cuerpo, empezando por las orejas, el cuello y terminando por la espina dorsal. Parecía entonces que arrancar la hoja del limón implicaba arrancar una parte esencial de mi propio cuerpo. Fue ahí que lo entendí todo: no era una invasión, era un florecimiento personal.

He pasado ya mucho tiempo en este lugar. Las semanas han transcurrido ante mis ojos como automóviles en la carretera, y para el día de hoy ya me he dejado bañar por distintas lluvias, algunas fugaces y otras torrenciales. Mis hojas crecen cada vez más frondosas y estoy a punto de dar los primeros limones.

La familia que dejé, pasó hace algunos días para comprar víveres en el almacén. Condujeron al lado de mí y me observaron dudosos, como quien mira a alguien que le parece conocido, pero que no logra recordar con seguridad. Sorpresivamente, bajaron de su camioneta y se acercaron para verme de cerca, olieron mis hojas y, después de murmurar ciertas  palabras que yo ya no entiendo, subieron de nueva cuenta al coche y emprendieron su partida. Al cabo de un par de días, algunos albañiles vinieron y construyeron un breve camellón que ahora me protege de cualquier arrollamiento, antecedido por un tope que obliga a los automovilistas a detenerse y apreciar mi ácida belleza.

En ocasiones, he llegado a olvidar cómo es que terminé en este lugar, y pese al miedo que me invade cada vez que noto que mi origen comienza a desvanecerse de mi memoria, puedo sostenerme por la  certeza de que el chapopote sostiene mis raíces y el sol alimenta mi cabeza. Además, como quiera que halla llegado aquí, lo cierto es que en esta nueva vida, o en cualquier otra, yo siempre he sido una planta.

El ladrillo que cayó en mi cabeza y la sangre en la banqueta

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Una se muere muchas veces durante su vida. No de tristeza, no de manera simbólica para cambiar de piel y convertirse en una nueva persona. No. Una se muere de verdad, en múltiples accidentes que diseccionan el tiempo y lo convierten en ilimitadas figuras y finales posibles.

Hoy por ejemplo, vi la sombra de un ladrillo que caía sobre mi cabeza desde lo alto de un edificio en construcción, seguramente me dejó tirada en un trágico charco de sangre que se esparció por la polvorienta banqueta. En otra ocasión, intenté rescatar a mi primo cuando se tropezó en una alberca a los 4 años; me aventé al agua con las mejores intensiones, pero entre el forcejeo de su pánico y mi mala técnica de rescate, nos ahogamos los 2.

Uno muere en distintos finales, pero no muere en realidad. Deja fotografías que concluyen aparentemente su historia. pero que más bien, confeccionan cientos de cuentos distintos que le otorgan variedad a la narrativa del universo. La figura para explicar esta verdad científica —ya bien comprobada por cierto centro de investigaciones— es la de los escalones: pausados en cada orilla (muertes ficticias), pero continuando en una extensa escalera que tiene un lejano final.

Nosotros sólo en ocasiones percibimos nuestras muertes: en presentimientos, en escalofríos, en súbitas ganas de llorar o en las breves epifanías de cuando todo parece cobrar sentido. Seguimos nuestro camino y jamás vemos del todo la variedad de finales. En la historia que verdaderamente habitamos, el ladrillo cae justo metros atrás sin rozarnos ni un centímetro la cabeza, y nuestra tía de veintitantos se avienta al agua para sacarnos rápido de la alberca, empujándonos hacia afuera uno a uno por la cintura. Continuamos viviendo hasta viejos, y sólo cuando nuestra piel se marchita y nuestros huesos comienzan a convertirse en polvo, es que nos extinguimos en un sueño infinito.

Ahora, un aviso: lamentablemente, habrá  ocasiones que nos toque vivir las muertes ficticias de otros. Si alguien querido ha perecido en algún accidente imposible, es porque tuvimos la mala suerte de transitar por uno de los cuentos en los que él, concluye antes. Pese a la credibilidad de las imágenes, no hay razón para estar tristes; aquel compañero sigue vivo en su propia historia, trepando paso a paso cada peldaño sin apenas haber sospechado el breve ocaso que nosotros, sí le vimos. A él probablemente todavía le reste una buena distancia para que las arrugas invadan sus manos.

Saludos, Edmond.

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Cómo devorarse a un pobre diablo

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Cuando estudiaba danza, había un maestro que disfrutaba de meter el pie entre las nalgas de las bailarinas.

Primero les pedía que se tiraran al suelo para después clavarles sus alargados y puntiagudos dedos sobre las mayas y el payasito. Cuando las tenía recostadas en la duela, comenzaba a hurgar manteniendo el equilibrio con el pie que le quedaba libre, mientras que con el otro luchaba por encontrar el orificio del ano. Después de hallarlo, les pedía que lo rotaran con el pretexto de ayudarlas a mejorar sus posiciones de ballet: –Apriétame duro –exigía pelando los dientes–. Apriétame hasta que pueda sentir cómo me envuelves.

Después de una exhaustiva auscultación, se retiraba contento por haber logrado sentir el orificio de la alumna en turno, que bien le había rodeado tímidamente, mediante un abrazo forzado, intrusivo y violento.

Pocas nos quejábamos de sus espectáculos de tortura, pero de nada servía cuando la misma academia legitimaba esta violencia física y simbólica como parte de la metodología de enseñanza dancística, muy ad hoc con el pensamiento cristiano de antaño: “para bailar, se tiene que sufrir, ni modo”.

Un día me lo pidió a mi, seguramente esperaba una negativa, pero para su sorpresa no me negué como las veces anteriores. Una sonrisa de colonizador le invadió la cara, y satisfecho me miró mientras me tumbaba en el salón bajo la barra. No me retiró sus insinuantes pupilas ni un segundo, seguramente se deleitaba cuando su figura se agigantaba bajo mi perspectiva al ras del suelo. –Abre las piernas –me ordenó, como si por darme clases ya mi cuerpo le perteneciera por completo–, te voy a enseñar a lograr una buena “quinta” de pies desde los abductores. Abrí las piernas para dejarlo acercarse, e inmediatamente sentí como la punta de su pie comenzaba a olisquearme, hasta que, sin ninguna delicadeza, comenzó a buscar con sus dedos duros los pliegues de mi ano. Mi verdadera intención no tenía espacio para la paciencia, así que lo tomé con firmeza y le coloqué el pie justo en el lugar indicado. Decidida y mirándolo sin ningún reparo le pregunté: –¿No lo encuentra, señor Lieberman?, después de tantas clases ya debería de saber muy bien en dónde nos queda el ano, ¿no lo cree?. No lo solté, y muy por el contrario lo enchufé a mi recto como para no dejarlo ir nunca. Ya que lo sentí suficientemente dentro, comencé a tragarlo poco a poco mientras él gritaba con el terror de sus pulmones. Nadie se acercó a darle la mano. Por el contrario, todos lo miraban sorprendidos, pero alegres ante su merecida suerte.

Me tragué primero sus dedos que no querían dejar de moverse, luego el empeine y los tobillos, subí a la pantorrilla y terminé por arrancarle su patético y endeble muslo antes de llegar a la cadera. Me levanté con una sensación de triunfo, aunque en realidad me encontraba un tanto abatida: le había encomendado a mis órganos un estilo de digestión que comenzaría por los intestinos. Mientras tanto, él ya estaba tirado en el suelo, ahogado en un grito de dolor que se expresaba también en el piso rasgado por sus repugnantes uñas largas. Respiré a modo de pausa y me dispuse a salir del salón satisfecha. Al momento en el que miré de vuelta, noté que mis compañeras se disponían a seguirme y dejarlo tirado en su berrinche. Sabíamos que le habíamos dado una gran lección.

La verdad es que horas más tarde la excreción fue sorpresivamente violenta. La pierna de Lieberman salió por mi boca mientras abría intempestivamente mi garganta, estaba llena de saliva endurecida, como si fuera una mariposa dentro de un sólido capullo. Bien lo sabía: me había convertido en serpiente.

Ya estando fuera de mi cuerpo me sentí aliviada, como un alquimista que ha convertido una herramienta de tortura, en un trofeo para los sometidos.
Esa misma tarde, llevé la pierna/capullo en una vitrina a la clase de ballet y, en común acuerdo con mis compañeras, la dejé en un tapanco a la vista de todos los profesores. Era una advertencia bastante clara: quien tomara nuestro cuerpo como un recurso personal de empoderamiento, terminaría siendo deglutido. Sin excepción.

Las tardes siguientes seguimos asistiendo a clase. Lieberman caminaba cojeando con pequeños saltos y de vez en vez se sostenía de la barra frente al espejo para descansar del ajetreo. En cierta ocasión, alguna de nosotras lo tiró al piso con el pretexto de un jete; el pobre diablo tardó más en caerse que en levantarse aterrado del suelo. Probablemente temía ser devorado por aquellos esfínteres subversivos, que bajo amenaza de humillación, eran capaces de convertirse en fauces.

De esta historia he decidido no aclarar qué parte es real y qué otra sólo sucedió en mi imaginación.

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La niña serpiente.

El baño de niñas

tumblr_n4pe5n1kzT1skvw4ko1_500Nos solíamos encontrar en el baño a la hora del recreo.

Fuimos de menos a más: comenzamos con un beso de piquito que nos llenó de risas nerviosas y nos hizo salir de la mano a miradas acaloradas y mejillas bañadas en rubor.

La siguiente semana le envié un papelito mientras la maestra nos leía sobre el patético mito fundacional de la conquista de México. –“Recreo de lenguas”– decía el pedazo de hoja que le pasé por debajo del pupitre; fue un viaje accidentado el que hizo mi mano para atravesar toda la mesita en la que nos sentábamos las 2, el recorrido me obligó a cruzar por una serie de chicles y zonas húmedo-pegajosas hasta llegar a salvo a su pierna derecha. Mi recado le provocó una gran sonrisa, que tuvo como consecuencia el brillo de sus ojos y un “sí” como respuesta. El resto de la clase sostuvo el papel hasta humedecerlo y llenarlo de pliegues ansiosos, sus manos lo erosionaron por completo; entre tanto, miraba hacia la puerta segundo tras segundo, como si algo la esperara allá afuera. Cuando sonó la chicharra olvidó lo que quedaba del papel blanco y corrió hacia los baños, parecía que ya la estaba esperando una gran idea. Yo por el contrario salí cautelosa, no sabía qué seguía y preferí descubrirlo con el tiempo de mi lado. Cuando llegué a buscarla vi pedazos de papel higiénico mojados en el suelo jugando las veces de una flecha que me indicaba el camino, el último de ellos no estaba abajo, sino en el techo, ella lo había aventado hacia arriba para mostrarme el baño en el que me esperaba oculta. Abrí la puerta roja y la descubrí paciente, se había quitado la bata de cuadros y la playera que componían nuestro espantoso uniforme, sólo le quedaban los pantalones azules, y sobre ellos me dejaba al descubierto su torso desnudo, con sus 2 pequeños senos que me miraban atentos, levantados, eran los de una niña que apenas comenzaba a convertirse en adolescente, frente a mí parecía que anunciaban una infancia que rogaba por esfumarse. Cuando apenas cerré la puerta, ya mi otra mano me sorprendía acariciándole los pechos; cuando apenas le acariciaba los pechos, ya mi boca  me sorprendía acercándose a sus morenos pezones. Jamás había sentido tal suavidad con mi lengua, nuestra piel se enchinaba y sus manos se entretejían en mi cabello lacio.

Cada semana íbamos más lejos recorriendo los distintos lugares de nuestos cuerpos. Una exploración que no tenía ningún mapa más que el que trazábamos con el paso a ciegas del tacto y la saliva.

La vez que la maestra nos abrió la puerta ya estábamos avanzadas en el descubrimiento mutuo. Yo estaba atrapada por voluntad en el rincón del baño, mientras ella saboreaba mi cuello y acariciaba con la parte superior de su muslo, mi clítoris humedecido.

Nos preguntaron en la dirección que si no nos daba miedo el SIDA, cuestión que me pareció demasiado estúpida para un par de niñas de 10 años. La gente idiota vincula a la sexualidad que está fuera de la norma con enfermedades y temas del diablo.

Hoy en día son pocas las veces que recuerdo mis recreos en el baño, pero cuando lo hago, mojo un papel de baño y lo aviento al techo en honor a la saliva, al tacto y a la bata roja que tanto nos desabotonamos.

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La historia de nosotras 2 es una ficción.

Otra niña, en aquellos, tiempos tuvo la idea original. Ella vivía con una madre testigo de Jehová que seguramente le inundaba la cabeza satanizando esas historias, al grado de que las convirtió en un deseo constante en su imaginación. Alguna vez nos peleamos y decidió fantasear como forma de venganza, hasta crear una historia sobre baños, niñas y un regaño con la palabra SIDA (ridículo, ya sé), que en conjunto me narraban a mí como la protagonista. Su relato fue a dar por la escuela y desde ese día viví con el estigma de ser una niña precoz y lesbiana. Aprendí entonces  –antes de poder decidir serlo, o no–, que la única vía para entrar al mundo, sin ser considerada un monstruo relegado a la periferia, era convirtiéndome en heterosexual de manera obligatoria, y que además debía suprimir mis deseos lésbicos porque sólo evidenciarían lo oscuro que habita en mí.

Ahora no puedo más que agradecer su mente precoz, que me colocó en un lugar totalmente desconcertante, pero que de muy pequeña me obligó a cuestionarme por qué debemos de negar y repudiar todo aquello que está fuera de una norma tan estrecha, que reduce nuestras experiencias somáticas y afectivas.

Los detalles de la historia que antes –bajo la plana y precaria imaginación de mi enemiguita no existían–, los he puesto yo, tal vez porque en el fondo me hubiera encantado ser tan valiente y subversiva como ese par de niñas, que juntas decidieron entrar al baño y explorar desde jóvenes los recovecos de su cuerpo.

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La ceniza de las tortillas

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Los 2 salieron de sus propias ruinas.
El viejo vivía en los escombros de la calle de Chihuahua, en la colonia Roma. Me refiero a un terreno que quedó devastado después del temblor. Probablemente era un edificio que no soportó los movimientos oscilatorios de la tierra y terminó por convertirse en restos de varilla, ladrillo, madera y huesos, los mismos que hasta el día de hoy no han exhumado su tragedia. Sobre este cementerio involuntario llegaron algunos de los que nunca tienen techo, –indigentes y brujas (por exotizar al subalterno)–, y convirtieron a la necrópolis en un hogar emergente (una interesante intervención, según los esnobs), con techos de lámina y plásticos azules que aún hoy en día los protegen de las torrenciales lluvias capitalinas.

La suerte hace al destino, y antes de que una de las casas grandes de la calle fuera a quedar abandonada, el dueño conoció accidentalmente al viejo en alguna de las banquetas. Algo le ha de haber recordado de sí mismo que con un poco de plática ya le estaba pidiendo que se convirtiera en el cuidador de la morada; no sé, demasiada empatía para una simple charla. El viejo, a la semana siguiente, ya habría mudado su mesa de madera, su silla, su tele y su taza de peltre. Pasaba todas las mañanas sentado comiendo un bolillo mojado en café con leche. Yo lo vi varias veces por su ventana, la misma ventana en la que él vio por primera vez a Lópezobrador.

Lópezobrador es un perro. Su vida, antes de aquel momento, había sido brutalmente miserable, saturada de violencia, hambre y abandono; nadie me contó su historia, pero yo se la vi en los ojos bajo un centelleante y apresurado flashback en cortas escenas: un nacimiento accidentado dentro de una caja de cartón; el trilladísimo niño que aprendió a pegarle con la hebilla del cinturón; la primera huida, noches plagadas de automóviles, de luces, de hambre y de patadas en las costillas; una adopción desafortunada con eternas tardes abandonado en un balcón; años atado al mismo balcón; segunda huida, patadas, hambre, meadas y hasta gasolina para encender fuego (la noche maldita en la que alguien le quemaría la mitad del ojo izquierdo).

Desvié la mirada para no saber más, se trataba de ese melodrama clásico, pero no por eso menos importante: le había sucedido a Lópezobrador.

Para cuando el perro se paró frente a la ventana del viejo, ya también había dejado de ser joven hacía mucho tiempo. Sus historia le había confeccionado una mirada turbia inundada de miedo. Fue un momento extraño en el que se encontraron estos dos, como más de inercia que de amor a primera vista. El viejo dejó la taza, el bolillo y el café con leche para salir de la casa y mirarlo de cerca.

Las cosas místicas suceden sólo si uno quiere creerse que vive en un gran cuento donde todo tiene sentido, y en esta ocasión, ambos decidieron contarse el mismo relato imposible: el viejo, de haber sido perro, habría sido ese perro; y el perro, de haber sido un viejo, habría sido justo ese viejo.

Cuando terminó la sorpresa decidieron hacerse amigos hasta que terminara su vida. El perro aceptó ser nombrado Lópezobrador –no es que estuviera asumiendo un nombre de mascota, sino que el viejo podría encontrarlo más fácil si le llamaba de alguna manera–; recibió un pequeño colchón ligeramente carcomido para dormir sin frío, era una cama digna en su primera casa como inquilino oficial, también se le aseguró una dosis de comida diaria por ser el compañero a la hora de la taza, del café con leche y el bolillo.

Lópezobrador y el viejo salen cada noche a dar paseos por la colonia Roma, y de vez en cuando visitan a los amigos que aún viven en los escombros del temblor.

También por las noches, las mujeres que ahí habitan, hacen tortillas en la banqueta con un comal improvisado que encienden abanicando el carbón; huele a maíz quemado y la ceniza revolotea errática. Si uno no tiene mucho cuidado, puede tener la mala suerte de que le caigan partículas negras en lo blanco de los ojos.